martes, mayo 18, 2010
Los caballos de los conquistadores (José Santos Chocano)
Nostalgia (José Santos Chocano)
Hace ya diez años
que recorro el mundo.
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!
Quien vive de prisa no vive de veras,
quien no echa raíces no puede dar frutos.
Ser río que corre, ser nube que pasa,
sin dejar recuerdo ni rastro ninguno,
es triste, y más triste para quien se siente
nube en lo elevado, río en lo profundo.
Quisiera ser árbol mejor que ser ave,
quisiera ser leño mejor que ser humo;
y al viaje que cansa
prefiero terruño;
la ciudad nativa con sus campanarios,
arcaicos balcones, portales vetustos
y calles estrechas, como si las casas
tampoco quisieran separarse mucho...
Estoy en la orilla
de un sendero abrupto.
Miro la serpiente de la carretera
que en cada montaña da vueltas a un nudo;
y entonces comprendo que el camino es largo,
que el terreno es brusco,
que la cuesta es ardua,
que el paisaje es mustio...
¡Señor! ¡Ya me canso de viajar! ¡Ya siento
nostalgia, ya ansío descansar muy junto
de los míos!... Todos rodearán mi asiento
para que diga mis penas y triunfos;
y yo, a la manera del que recorriera
un álbum de cromos, contaré con gusto
las mil y una noches de mis aventuras
y acabaré en esta frase de infortunio:
—¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!
¿Quién sabe? (José Santos Chocano)
Indio que asomas a la puerta
de esa tu rústica mansión,
¿para mi sed no tienes agua?,
¿para mi frío, cobertor?,
¿parco maíz para mi hambre?,
¿para mi sueño, mal rincón?
¿breve quietud para mi andanza?...
—¡Quién sabe, señor!—
Indio que labras con fatiga
tierras que de otro dueño son:
¿ignoras tú que deben tuyas
ser, por tu sangre y tu sudor?
¿Ignoras tú que audaz codicia,
siglos atrás, te las quitó?
¿Ignoras tú que eres el amo?
—¡Quién sabe, señor!—
Indio de frente taciturna
y de pupilas sin fulgor,
¿qué pensamiento es el que escondes
en tu enigmática expresión?
¿Qué es lo que buscas en tu vida?,
¿qué es lo que imploras a tu Dios?,
¿qué es lo que sueña tu silencio?
—¡Quién sabe, señor!—
¡Oh raza antigua y misteriosa
de impenetrable corazón,
y que sin gozar ves la alegría
y sin sufrir ves el dolor;
eres augusta como el Ande,
el Grande Océano y el Sol!
Ese tu gesto, que parece
como de vil resignación,
es de una sabia indiferencia
y de un orgullo sin rencor...
Corre en mis venas sangre tuya,
y, por tal sangre, si mi Dios
me interrogase qué prefiero,
—cruz o laurel, espina o flor,
beso que apague mis suspiros
o hiel que colme mi canción—
responderíale dudando:
—¡Quién sabe, Señor!—
Poema escrito por José Santos Chocano. La indolencia se hace hombre y la ignorancia dolor. Cuántos estaremos representados en este poema. ¿Quién sabe, señor? |
domingo, mayo 16, 2010
Un litigio original (Ricardo Palma)
Tradición peruana escrita por Don Ricardo Palma en 1868. Trata sobre el pleito de dos encopetados personajes de la vieja Lima que al final tuvo que intervenir el Rey para dar el fallo correspondiente. Para saber de las personas que intervinieron a favor y en contra de los personajes, los he considerado después del fin de la tradición. Revise la lista, de pronto, está su apellido y sabrá los emblemas de su escudo. |
La guerra era, digámoslo así, de casa a casa; asunto de pergaminos más o menos amarillentos, y de un armiño, roel o dragante de más o de menos en el escudo de armas.
A no ser por los jefes de ambas casas, hombres que ya peinaban canas, de fijo que habría llegado la sangre al río. Por mucho menos ardió Troya.
Un día (que por más señas fue el 8 de septiembre de 1698) todo lo que Lima encerraba de aristocrático estaba congregado en la iglesia de San Agustín para oír el sermón panegírico que, con motivo de la fiesta de la Natividad de la Virgen, debía pronunciar uno de los frailes pico de oro que abundaban en ese convento, foco de hombres de gran saber y de portentosa elocuencia.
Terminada la función, el señor de Sierrabella subió a su carruaje, y queriendo de paso hacer una visita a la condesa de la Vega del Ren doña Josefa Zorrilla de la Gándara, dio al fámulo la orden correspondiente. Al doblar éste la esquina de Lártiga, se halló de sopetón con el carruaje del marqués de Santiago, también en actitud de torcer la bocacalle de Lescano.
Ambos cocheros detuvieron las bridas, y el del conde dijo al otro:
—¡A la izquierda, negro bruto!
—¡Déjame la derecha, negro chicharrón! -contestó el auriga del marqués.
Y los dos macuitos siguieron insultándose de lo lindo.
Los amos asomaron la cabeza por la portañuela y, al reconocerse, dijeron a sus esclavos:
—No cedas, negro, porque te mato a latigazos.
Y siguió el escándalo, y cuantos nobles salían de la iglesia rodearon las portañuelas de los coches.
Señora mía y hermana: El más ruin cochino rompió el chiquero.—Besa a V. las manos, si por casualidad se las ha lavado. —El conde de San Javier y Casa-Laredo.
Volvamos a la cuestión de los coches.
Iban los caballeros, cuyos nombres he apuntado, y otros tantos que no estoy con humor para mencionar, de uno a otro lado, proponiendo partidos para allanar el conflicto; pero el asunto no admitía más soldadura que la de tomar uno de los contrincantes por la izquierda, y precisamente en eso estaba el quid.
—Yo no me muevo —decía el de Santiago, repantigándose en el asiento de terciopelo verde con rapacejos de oro, sacando la caja de rapé con orla de brillantes y sorbiendo con deleite una narigada del macabá legítimo.
—Aquí me planto —decía a su vez el de Sierrabella, encendiendo un riquísimo puro en el mechero de Guamanga con esmeraldas y rubíes.
Una hora llevaban ya de gresca y ambos revelaban firme propósito de mandar a su casa por la comida y aun de vivir en plena calle hasta la semana de los tres miércoles. Y habrían ido adelante con su terna si el vizcondesito de San Donás, que era mozo de salidas y expedientes oportunos, no les dijera:
—Pero, señores, esto es una majadería, a la que conviene poner término. Quédense los coches como están, y vamos donde el virrey para que él decida el caso.
Hubo de parecer a todos sesuda la idea; apeáronse los rivales, y el de Sierrabella, con la mitad del grupo, tomó por la calle de Lártiga para palacio, a la vez que el de Santiago, con sus amigos se dirigía al mismo punto por la calle de Lescano.
En palacio se aumentó el cortejo con cuanto noble de apellido encerraba Lima. Sólo dejaron de presentarse los paralíticos o los que estaban con la extremaunción. Se trataba de materia en que a toda pantorrilla hidalga le iba por lo menos el color de la liga.
El virrey, que tenía grandes vínculos con ambos querellantes, se vio, como dicen, entre la espada y la pared. Los dos defendían con igual copia de argumentos, lo que llamaban su perfecto derecho. El uno decía que en su escudo, puesto a mantel, había un león linguado y rapante en campo de plata, con cinco grifos de sinople sobre oro y dos castillos almenados sobre azur. El otro contestaba con un águila de sable y coronada en campo de gules, cuatro grifos y tres torres. Argüía el uno que el león no podía bajar la melena ante el águila, y replicaba el otro que quien cruzaba por los aires sin rival, no debía humillarse en la tierra. En suma, a oírlos no sabía uno decidir cuál de los dos era de nobleza más limpia y acuartelada; pues al que le faltaba un grifo le sobraba un castillo, y váyase lo uno por lo otro. El de Santiago decía que un marqués era más que un conde; pues la palabra marqués en casi todas las lenguas conocidas (y esta es una curiosa observación de los filólogos) significa vigilante o custodio de las fronteras, límites o marcas del territorio. El de Sierrabella contestaba que el título de conde viene del comes latino, que quiere decir compañero, y por ello todo conde era un compañero del príncipe y guardián obligado de su persona.
¿A que no aciertan ustedes con la decisión del virrey? La doy en una, en dos, en tres, en mil. Ya veo que se dan ustedes por vencidos; porque ni a Salomón, que imaginó hacer dos rebanadas de un muchacho, se le habría ocurrido lo que al muy Excmo. Sr. D. Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova.
—Señores —dijo—, no me tengo por bastante instruido en la ciencia del blasón que, como ustedes saben, es la ciencia heroica, la ciencia de las ciencias, ni creo que en estos reinos del Perú haya voto facultativo. El punto es de lo más intrincado que cabe, y con más habilidad me sospecho para convertir en oro una piedra de cantería, que para dar sentencia acertada en el presente litigio. Aquí no hay más sino ocurrir a su majestad. Entretanto, vuelvan los caballos a la caballeriza y quédense los coches donde están y sin variar de posición, hasta que venga de España la solución del problema.
El conde de la Monclova era hombre de gran talento y conocía ese rinconcito del alma humana donde se alberga la vanidad. Digo, así me parece a mí, y perdón si me equivoco.
Ahora estoy segurísimo de que en los labios de todos mis lectores retoza esta pregunta: «¡Y bien, señor tradicionalista! ¿Quién ganó el pleito? ¿El de Santiago o el de Sierrabella?».
—Averígüelo Vargas. (Y a propósito. Este Vargas debió haber sido un gran husmeador de vidas ajenas, pues siempre anda metido en chismes y averiguaciones).
Yo lo sé; pero es el caso que no quiero decirlo. Amigos tengo en ambos bandos, y no estoy de humor para indisponerme con nadie por satisfacer curiosidades impertinentes.
Conque lo dicho. Averígüelo Vargas.
Aunque poquísimo se me alcanza en la ciencia heroica o del blasón, que es ciencia complicada y misteriosa, como la Teología, y que no se aprende a tres tirones, creo indispensable, para inteligencia de la historieta por los profanos con heráldica, dar una ligera explicación sobre los colores:
ORO (que corresponde al amarillo) simboliza: de las piedras preciosas, al topacio; de los planetas, al sol; de los elementos, al fuego; de los días, al domingo; de los meses, a julio; de las virtudes, la clemencia; y entre las cualidades humanas, la hermosura, la soberanía, la generosidad, el amor, la salud la prosperidad y la constancia.
PLATA (que corresponde al blanco) simboliza la perla, la luna, el agua, el día lunes, los meses de enero y febrero. Es el emblema de la verdad y la pureza; y entre las cualidades representa la franqueza, la integridad, la elocuencia, la belleza artística y la victoria sin sangre.
GULES (corresponde al color rojo) simboliza el rubí, el planeta Marte, el fuego, el día martes y los meses de marzo y octubre. De las virtudes representa la caridad y de los sentimientos la valentía, la magnanimidad, la audacia, el ardid, el honor y la victoria con sangre.
AZUR (corresponde al azul) simboliza el zafiro, el planeta Venus, el aire, el día viernes y los meses de abril y setiembre. Representa como virtud a la justicia, y es el emblema de la perseverancia, la lealtad y la vigilancia.
SABLE (corresponde al negro) simboliza al diamante, a Saturno, a la Tierra, el día sábado y el mes de diciembre. Es distintivo de la prudencia, y expresa la honestidad, la ciencia, el dolor, la obediencia, el silencio y el secreto.
SINOPLE (corresponde al verde) simboliza la esmeralda, el planeta Mercurio, el día miércoles y el mes de mayo. Como virtud, es símbolo de la esperanza. Representa la honra, la amistad, la cortesía, la abundancia, la posesión y el respeto.
VIOLADO (corresponde al púrpura) simboliza la amatista, el planeta Júpiter, el jueves y el mes de noviembre. Es emblema de la templanza y de la devoción, y representa la riqueza y la dignidad autoritaria. Este color se ha usado en poquísimos escudos de armas, y muchos heraldistas no lo consideran. La heráldica inglesa y otras traen el NARANJADO en lugar del VIOLADO.
El escudo se divide en partido, cortado, tronchado o mantelado, cuartelado en cruz y cuartelado en sautor.
Con los libros que sobre heráldica se han publicado podría llenarse una espaciosa biblioteca. Por lo demás, no aconsejaremos al lector que pierda su tiempo consagrándolo a estudiar con seriedad ciencia de moda pasada y que no ofrece hoy utilidad práctica. volver
El Nazareno (Ricardo Palma)
De cómo el cordero vistió la piel del lobo
Tradición peruana escrita por Don Ricardo Palma en 1859. Don Diego de Arellano, era un capitan español valiente, intrépido e impío. Se burlaba de la debilidad y pobreza de la gente. Al mismo tiempo, había un hombre de la Cofradía de los nazarenos que era todo lo contrario a D. Diego y se hacía llamar el Nazareno. Nadie sabía quien era porque se ocultaba bajo la túnica y capucha de los cofrades. Al final se decubre quien es el Nazareno. |
I
El 30 de marzo de 1763 dio fondo en la bahía del Callao el navío San Damián, portador de pliegos de la corona para el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, caballero de la orden de San Juan y virrey del Perú. Por entonces era acontecimiento de gran importancia para los habitantes de Lima la llegada de un buque de Ultramar, y las noticias de que él era conductor proporcionaban por largo tiempo el gasto de las tertulias, comentándose y abultándose hasta tal punto, que en breve no las conociera el que las puso en circulación.
Entre los pasajeros del San Damián venía el capitán de arcabuceros D. Diego de Arellano, nombrado por S. M. para encargarse del mando de una compañía. Era el D. Diego mozo de gentil apostura, alegre como unas castañuelas, decidor como un romance de Quevedo y acaudalado como un usurero de hogaño. Hizo en Italia sus primeras armas, logrando amén de la reputación de valiente, que él tenía en mucho, el grado de capitán, que estimaba en no poco. Lo traía también a América el reclamo de una pingüe herencia, legado de un su tío, minero en el Alto Perú, herencia que sin dificultad fue entregada al sobrino, porque éste no quiso tomarse el trabajo de examinar las cuentas que le presentaban. Con lo que, a costa del generoso heredero y del tío que en mal hora pasara a mejor vida, hicieron su agosto esas hambrientas sanguijuelas que el Diccionario de la lengua llama albaceas. El presente se le ofrecía, pues, ligero, derecho y sin tropiezo como camino de hierro.
Justo es añadir que Arellano encontró en Lima una soberbia acogida. Sus hechos militares le daban fama en el ejército; su empleo y distinción le abrían las puertas de las capas más encopetadas; su gallardía le captaba el interés de las damas, y sus riquezas le aseguraban amigos; porque, antes como ahora, averiguada cosa es que nada hay más simpático que el sonido del oro.
Pero de pronto, los más extraños rumores empezaron a correr acerca del capitán, y aunque en ellos había mucho de verdad, concedamos que algo sería fruto de la maledicencia y de la envidia. La conducta misma de D. Diego daba pábulo a la chismografía, porque todas las noches los espléndidos salones de su casa eran teatro de las más escandalosas orgías. Dejó de visitar la sociedad de buen tono que hasta entonces frecuentara, y se entregó perdidamente al trato de mujerzuelas y gente de mal vivir.
Un coplero de tres al cuarto, cuyos versos gozaban de gran boga, sin tener ni la chispa satírica ni la originalidad del poeta limeño Juan de Caviedes, escribió unas jácaras contra el capitán, en las que lo llamaba
«sustentador de querellas, |
Y corriendo de mano en mano las maldecidas rimas, y arrebatándoselas los unos a los otros, que de humanos es buscar lo que tiende a la difamación, vino día en que llegaron a las de D. Diego, quien armando de sendas estacas a dos de sus criados, les mandó descargarlas sobre las espaldas del malhadado hijo de Apolo, para escarmiento de poetas vergonzantes y desvergonzados. El pobrete quedó como jaco de gitano: «con el pellejo curtido y ni un solo hueso sano».
No tanto por defender al zurrado coplero cuanto por aversión hacia el capitán, entablaron varios jóvenes pudientes juicio contra él; mas como no alcanzasen a probar que los criados de D. Diego hubiesen sido los instrumentos de la tunda, resultó a la postre que perdieron el pleito con costas, y además con la obligación de satisfacer al agraviado. Por supuesto que el de Arellano no se conformó con que sus enemigos cantasen el peccavi, y les dijo muy llanamente que era llegada la ocasión de que hablasen los hierros. En consecuencia, tuvo tres desafíos, y tres de sus adversarios sacaron otras tantas heridas de a cuarta; con lo que los demás, acatando la elocuencia que encierra un argumento de lógica toledana, declararon que dejaban al capitán en su buena reputación y fama. Se hecho tierra sobre el negocio, que terminó como la misa del Viernes Santo, y no se volvió a hablar más de las coplas.
Seguía en tanto el capitán su licencioso sistema de vida, y contábase que estando un domingo en el portal con varios camaradas de vicio, acertó a pasar una dama, notable por su hermosura y recato. Oyendo D. Diego que los otros mancebos hablaban de ella con respeto, se sintió picado y apostó que antes de un mes sería dueño de ese tesoro de virtudes. Desde tal día se consagró a obsequiar a la dama y, en mérito de la brevedad, diremos tan sólo que una noche, después de haber invitado a sus amigos para una orgía, los condujo hasta su dormitorio, en el que se hallaba una mujer.
—¡Mentecatos que creéis en la virtud! — les dijo —. Esa mujer iba hoy a pertenecerme. Pues bien: yo no gusto de gazmoñas Y la cedo al que quiera tomarla.
Por corrompidos que fuesen aquellos calaveras no pudieron reprimir un gesto de horror y salieron de la habitación.
Pocas horas después había en Lima un escándalo más. La deshonra de una mujer hermosa es una victoria para las que envidian su belleza. La desventurada, después de buscar vengador en su hermano, que fue muerto en duelo por D. Diego, tuvo que esconder sus lágrimas y su vergüenza entre las rejas de un claustro.
El descrédito que ésta y otras no menos escandalosas aventuras echaron sobre Arellano, no germinaba tan sólo entre la gente acomodada. Su mala reputación se había popularizado hasta tal punto, que ningún mendigo se atrevía a llegar a la puerta de su casa; porque, a bien librar, llevaba la certidumbre de salir derrengado. Jamás tendió el capitán una mano generosa al infortunio, y hablarle de practicar actos caritativos era excitar su hilaridad, desatándola en epigramas contra las busconas y vagabundos. Sólo se contaban de él malas acciones, y es fama que su vino fue siempre borrascoso.
Con la multitud de historias repugnantes de que era el héroe nuestro capitán, excitó las sospechas del Santo Oficio. No sabemos cómo se las compuso con el terrible Tribunal de la Fe. Ello es que éste se conformó con amonestarle y recomendarle que oyese misa, práctica devota a la que nunca se le vio asistir.
Tal era D. Diego de Arellano, uno de los hombres que en la culta capital del virreinato daba, por sus excentricidades y escándalos, asunto a los corrillos de los desocupados. Y nótese que no lo llamamos el único proveedor de la crónica popular, porque existía otro personaje a quien llamaban el Nazareno, ser misterioso que, al contrario del capitán, representaba sobre la tierra la Providencia de los que sufren.
II
Había por entonces en Lima una asociación de devotos conocida con el nombre de Cofradía de los nazarenos. Se reunían las noches de los viernes en una celda del convento de la Merced, de donde salían a la capilla que aún existe contigua al templo, para celebrar la religiosa distribución de las caídas del Señor; terminada la cual esparcíanse por la ciudad, recogiendo y dando limosnas.
Vestían los cofrades aquellas noches una larga túnica morada, ceñida por una cuerda de cáñamo, cubriéndoles la cabeza una capucha del mismo color. Gozaban de gran predicamento en el pueblo; porque, al cabo, él era quien sacaba provecho de la caritativa hermandad.
La estimación por los nazarenos tomó mayores creces desde que en 1763 se afilió en ella un hombre de distinguido continente, que recatándose el rostro en el embozo asistía a las sesiones, que se escondía de los demás para vestir la túnica de la orden, a quien nadie oyó tomar parte en los debates. Todo hacía presumir que fuese persona notable el callado y misterioso nazareno.
Un comerciante muy estimado por su probidad, se encontró un día por consecuencia de malas especulaciones en completa bancarrota. Sus émulos, como sucede siempre, empezaron a murmurar de su honradez; y desesperado el buen hombre, se encerró en su cuarto, preparó un veneno, y resuelto al suicidio, principió a poner en orden los documentos que justificaban su conducta mercantil. Terminaba ya esta operación cuando se le apareció un nazareno; y aunque no ha llegado hasta nosotros la conversación que medió, baste decir que pocas horas más tarde el comerciante satisfizo a sus acreedores y que en breve tiempo restableció su fortuna y el crédito de su casa. Dos años después quiso devolver al nazareno la fuerte suma que le prestara; pero su incógnito salvador le ordenó que fundase una escuela para niños y que el resto lo dividiese entre los necesitados.
En los conventos de monjas se encontraban muchas jóvenes que, anhelando tomar el velo, no podían verificarlo por carecer de la dote prevenida por las constituciones monásticas. Un día el encubierto nazareno se acercó a las superioras o abadesas, poniendo en sus manos el dinero necesario para que fueran admitidas las nuevas esposas del Señor.
Todo aquel que sufría esperaba la noche del viernes. El nazareno parecía multiplicarse y nunca era aguardado en vano. Siempre tenía un alivio para la miseria, un consuelo para el dolor.
Pero este hombre, que era el protector del huérfano y la esperanza del pobre, ¿por qué se encerraba en tan profundo misterio? Nadie logró ver jamás su rostro, y como practicaba el bien sin ostentarlo, el pueblo, que es supersticioso con lo que está fuera de lo común y que en toda buena acción encontraba la huella del nazareno, dio en reverenciarlo como a santo y aun en atribuirle milagros.
Mas antes de abandonar al nazareno, plácenos referir una aventura, que entre las muchas consejas que sobre él corren y que dejamos en el tintero, nos ha parecido digna de ver la luz. Cumple también a nuestro propósito abandonar por un momento la pluma del cronista, para copiar de ese libro que se llama la sociedad uno de los cuadros más íntimos.
III
Episodio de la historia de un libertino
Nunca, hasta aquella noche, habían mis ojos contemplado una mujer tan bella. En su frente juvenil llevaba un no sé qué de vaga y misteriosa melancolía, y a través de sus largas y negras pestañas se adivinaba una lágrima.
¿Cómo la conocí?
Mancebo emprendedor y calavera la había encontrado al cruzar una calle; y aunque el manto que la cubría no me permitió ver sus facciones, presentí que era joven y hermosa. Le dirigí algunas triviales galanterías que, después de obstinado silencio, rechazó con dignidad. Me encapriché en acompañarla a su casa, sin que su resistencia fuera bastante a obligarme a desistir de mi propósito.
Al arrojar el manto que la ocultaba el rostro, quedé inmóvil y extasiado ante un tesoro tal de hermosura y perfecciones. Esa niña llevaba en su ser algo de seráfico, porque su magnífica belleza no hablaba a los sentidos.
Cuando, pasada la primera impresión, examiné la habitación en que me hallaba, vi que era un pequeño cuarto con puerta a la calle de la Recoleta. La más espantosa miseria reinaba en torno suyo.
Mi fascinación se cambió entonces en respeto por esa criatura tan joven y tan sublimemente bella, que, en medio de la corrupción que domina a la humanidad, había podido resistir a la indigencia. Su pobreza me revelaba que era una flor que crecía al borde del abismo. Y sin embargo, si ella lo hubiera querido habría cambiado su situación por el lujo y la opulencia, poniendo como otras desventuradas en subasta sus encantos. Sobre la tierra abundan viejos cínicos, que derrochan el oro para comprar las caricias de esos ángeles manchados con el lodo de la prostitución.
La joven abrió una segunda puerta y me hizo penetrar en otro cuarto escasamente alumbrado por una lamparilla colocada ante la imagen de María. En los extremos se descubrían dos camas de tabla. En una de ellas estaba acostada una mujer y en la otra un anciano, los que al vernos entrar gritaron con voz angustiosa:
—¡Rosa... tengo hambre!
La pobre niña los acarició y les repartió una escudilla de comida. Los ancianos devoraron el alimento, hasta que, saciados, volvieron a gemir exclamando:
—¡Rosa... tengo sed!
Después de haberlos hecho beber, la joven se arrodilló en medio de ambos lechos, repartiendo sus cuidados y consuelos entre los dos infelices, mientras que yo, mudo de estupor, apartaba la vista de tan doloroso cuadro.
Pocos momentos después quedaron dormidos y Rosa me hizo una seña de que la siguiera a la habitación inmediata. Balbuceaba ya una pregunta, cuando ella, anticipándose a mi pensamiento, me dijo ahogando un sollozo:
—Son mis padres... y están locos por mi causa.
Y el llanto bañó abundosamente sus mejillas. Yo comprendí y respeté ese dolor sin nombre permanecimos por largo rato silenciosos.
Al fin se decidió a contarme su historia, que era sobrado sencilla.
Hija única de padres que gozaban de una decente medianía, fue seducida y más tarde abandonada por un libertino. Ante la publicidad de su deshonra y sin medio alguno para repararla, porque el infame había huido de Lima, los padres de Rosa perdieron la razón, sin que los sacrificios y desvelos de ella, que desde ese día se consagró a cuidarlos, bastasen a devolverles el destello divino que distingue al racional del bruto. La miseria, por otra parte, es mal médico; y Rosa no se atrevió a enviarlos al hospital de locos, porque comprendía el bárbaro tratamiento que allí se daba a los enfermos.
La niña calló; y yo, profundamente conmovido, me despedí con religioso respeto de aquel ángel que, lleno de abnegación y de ternura, había sido colocado por Dios para velar sobre los últimos días de dos ancianos.
Cristo que perdonó a Magdalena porque amó mucho, habría también compadecido a esta mujer, que con tan severa expiación purgaba el delito de haber sentido latir un corazón dentro del pecho, de haber obedecido a esa ley de todos los seres que se llama amor.
IV
¿Quién contó al Nazareno el episodio que acabamos de bosquejar?
Sólo sabemos que a la siguiente noche, vestido con el hábito penitente, se apareció en el humilde cuarto de Rosa y que, a fuerza de esmero y de una costosa asistencia, consiguió poco a poco devolver la razón a los ancianos y la calma a la desventurada joven.
Pero como la gratitud casi siempre es bulliciosa, la hija publicó cuanto debía al Nazareno, a pesar del empeño que éste mostró para que el misterio rodease su buena acción.
V
Era la última hora de la tarde de un día de septiembre del año 1767. La campana de San Pablo acababa de dar el solemne toque de oración, cuando el Nazareno penetró en la portería del convento de los padres jesuitas y se dirigió a la celda del Superior. Recibido por éste, puso en sus manos un pliego cerrado. El jesuita examinó detenidamente el sello, y sin abrir el pliego, como si por alguna marca de la cera hubiera adivinado el contenido, se volvió hacia el portador y le dijo:
—Gracias, hermano. Los hijos de Loyola no olvidaremos nunca todo el bien que nos hacéis.
Aquel día había fondeado en el Callao un buque de guerra con procedencia de España. El comandante pasó inmediatamente a Lima y entregó al virrey Amat las comunicaciones de que era conductor.
En el mismo instante daba el Nazareno al Superior de los jesuitas el pliego de que ya hemos hablado.
El virrey se encerró en su gabinete a leer la correspondencia. A las once de la noche regresó del teatro, convocó a la Real Audiencia y, vivamente afectado, puso en su conocimiento que se iba a proceder a la expulsión de los jesuitas. El virrey dictó algunas providencias, y tanto a los oidores como a los individuos que venían a contestarle sobre el cumplimiento de las medidas que les había ordenado, les impuso su excelencia arresto en una sala de palacio. El objeto era que no fuese conocida por los padres la real orden hasta que llegase el momento de la sorpresa.
Pero averiguada cosa es —dice un escritor contemporáneo— que el mismo buque que condujo las comunicaciones para el virrey, traía también instrucciones privadas del Superior de los jesuitas en Madrid. Está envuelto en el misterio el medio que empleó para comunicar sus instrucciones al Superior de Lima, y por la misma nave, y no habiendo en ese día pisado tierra más persona que el comandante, quien ignoraba el contenido de la comunicación real.
Daban las doce de la noche cuando un alcalde de casa y corte, seguido de escribas, corchetes y demás familia menuda de la cohorte que se ocupa en justiciar, tocaban en la portería de San Pablo para cumplir la disposición del ministro de Carlos III, por la que en un mismo día fueron expulsados de las Indias los temidos discípulos de Loyola.
El hermano portero recibió a la comitiva como quien esperaba la visita.
Y así era la verdad. El Superior había congregado desde las ocho de la noche a los demás padres, hecho venir a cinco o seis que se hallaban ausentes del convento, y les dio cuenta del pliego que recibió del Nazareno. Al llegar la comisión del virrey, todos los hermanos, sin faltar uno, estaban sentados en el espacioso y monumental salón del refectorio, con el breviario en la mano y un pequeño bulto de ropa a los pies.
Las instrucciones del conde de Aranda prevenían al virrey que la comunidad se reuniese al toque de campana, que se mantuviese a los padres en la sala capitular y que el Superior mandase buscar a los ausentes. Los comisionados nada tuvieron que hacer en tales puntos. Esto demuestra que también al Superior de Lima le había remitido el de la orden, en Madrid, copia de las prevenciones del ministro.
La real orden fechada en el Pardo a 5 de abril de aquel año fue cumplida en todas sus partes. A la una de la madrugada marcharon los jesuitas al Callao, y a las cinco ponían la planta sobre la cubierta del navío de guerra San José Peruano, que por la tarde se perdió de vista en el horizonte, conduciendo a los que por ciento noventa y nueve años habían ejercido gran dominio en el virreinato.
Los jesuitas —dice Scribener— supieron tomar venganza de la traición practicada con ellos, burlando la avaricia. Por eso se cree que hay fabulosas riquezas enterradas en San Pedro, y hemos visto en nuestros días una sociedad que, con permiso del gobierno, se ocupó en hacer excavaciones para encontrar un tesoro que no había guardado y que puso el templo a riesgo de desplomarse sobre los fieles.
Es fama que también el Superior de las misiones del Paraguay, que se hallaba aquel día a cuarenta leguas de Salta, en una reducción de indios llamada Miraflores, tuvo aviso del golpe que iba a recibir la Compañía, cuatro horas antes de la designada, y que al intimársele el regio mandato contestó sonriendo:
—Tomad las llaves, y ved que nos llevamos un tesoro en el breviario.
Mucho se ha repetido que la expulsión de los jesuitas fue para ellos una sorpresa. Algunos documentos históricos que hemos consultado, y los pormenores mismos sobre la manera como se cumplió la real cédula en Lima, nos están demostrando lo contrario.
Esa orden, tan tenazmente combatida, vuelve en pleno siglo XIX a pretender el dominio de la conciencia humana. Cadáver que como el fénix mitológico renace de sus cenizas, se presenta con nuevas y poderosas armas al combate. La lucha está empeñada. ¡Que Dios ayude a los buenos!
VI
Una mañana de noviembre del año 1774, al abrirse las puertas de la iglesia de la Merced, fueron invadidas sus naves por inmensa muchedumbre.
En el centro del templo, débilmente iluminado, y sobre un modesto catafalco, se veía una caja mortuoria rodeada de los indispensables blandones.
Indudablemente iba a celebrarse allí un oficio de difuntos, y el menos avisado podía conocer, por la pobreza de adorno y de luces, que no se trataba de un funeral como los que la vanidad humana consagra a los magnates. Tampoco era de pensar que el muerto fuese persona querida para el pueblo por sus virtudes o respetada por su talento; porque a serlo, algún signo de dolor se habría notado en los semblantes.
Por el contrario, se diría que la multitud se hallaba convidada para una fiesta; y si el observador se acercaba a los grupos oiría sólo imprecaciones, en escala cada vez mayor, a la memoria del difunto.
—Es un escándalo que entierren a ese perro excomulgado en lugar santo —murmuraba una vieja, santiguándose con la punta de la correa que pendía de su hábito de beata.
—Calle usted, comadre— añadía un lego del convento, mozo de cara abotargada, con un costurón de más en el jeme y algunos dientes de menos-. Apuesto un rosario de quince misterios a que su patrón el demonio se ha robado ya de la caja el cuerpo de ese hereje.
—Doy fe y certifico que el dichoso capitán está ya achicharrado en el infierno— declaraba, con el estupendo aplomo de la gente de su oficio, un escribano de la Real Audiencia, sorbiendo entre palabra y palabra sendas narigadas del cucarachero.
Pero estos murmullos aislados no justifican aún lo bastante el motivo que atraía al templo a la multitud; y para que el lector no se devane el cerebro por acertarlo, le diremos brevemente que, arruinado en su salud por los excesos de la vida caprichosa, y en su fortuna, que se creía inagotable, acababa de pasar al mundo de la verdad el capitán D. Diego de Arellano, disponiendo en su testamento que se vendiese el mezquino y gastado ajuar de su casa, repartiéndose el importe entre los pobres el día del entierro. Así, el que vivo no había dado limosna, era útil en su muerte a los mendigos.
Ítem más, mandaba el susodicho capitán que, al terminarse la función fúnebre y antes de ser su cuerpo conducido a la bóveda, leyese el sacerdote oficiante, en voz clara y sonora, un pliego que, cerrado y lacrado, se hallaba aquella mañana sobre el ataúd, y al que nadie osaba tocar, de miedo que despidiese algún calorcillo infernal.
Queda explicado, pues, que la afluencia del pueblo no era por recibir escasa limosna, en mi entierro al que hasta las plañideras (mujeres cuyo oficio era llorar por aquellos a quienes habían conocido tanto como a la ballena de Jonás) se negaron a funcionar, sino por la curiosidad de saber el contenido del pliego.
La fúnebre ceremonia había ya terminado y se acercaba el momento con tanta ansiedad esperado. Un glacial silencio reinó en la iglesia, cuando el sacerdote tomó en sus manos el pliego y rompió el sello. En el papel sólo había dos líneas escritas.
Pero apenas dio a ellas lectura el ministro de Jesucristo, cuando el pueblo todo, como impelido por un resorte, cayó de rodillas.
Al salir del templo, más de una lágrima no había sido aún enjugada y el dolor estaba pintado en todos los semblantes.
Aquellas lágrimas, hijas de corazones agradecidos, debieron llegar al trono del Altísimo, como una ofrenda purificadora para el alma de aquel que, desde su lecho de muerte, decía en el pliego que leyó el sacerdote:
¡ROGAD POR MÍ!
YO HE SIDO EL NAZARENO.
Mujer y tigre (Ricardo Palma)
Tradición peruana escrita por Don Ricardo Palma en 1860. Cuál es el sufrimiento de una mujer engañada, furiosa, desesperada. Hasta dónde puede llegar su venganza. Se puede llegar a tanto como lo hizo la señora de*** |
Siempre es grato elevar nuestro pensamiento a los días de la infancia, esa edad de ilusiones color de rosa, en que libres de toda zozobra sobre el mañana, creemos que el mundo no se extiende mas allá de nuestros juguetes y del espacio que abarcan nuestros ojos. ¡Bienaventuradas horas en las que nos imaginamos orégano todo el monte, y en las que nadie ha murmurado aún a nuestros oídos que la amistad es una explotación y el amor un artículo de comercio!
Recorría ayer el álbum de mi memoria, y me detuve de pronto ante el recuerdo de una niña, compañera de mi infancia, enredadora y traviesa si las hubo. Cuando escondía las gafas de la abuela, prendía un petardo a la cola del gato o hacía alguna otra picardihuela, solía la buena anciana aplicarle un par de azoticos, exclamando:
—Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala que la señora de***.
De mí, sé decir que tanto recalcaba la vieja sobre esto de la maldad de la señora de***, que tomé por la susodicha un miedo más cerval que por el coco. Andando, andando, descifré cuanto viejo manuscrito cayó por mi cuenta, no dejé bruja a vida de las que penitenció en Lima la Santa Inquisición cuyas marrullerías no me fuesen conocidas, y cuando menos lo esperaba, cata que me encontré con que en uno de los libros del Cabildo y en la Estadística de Fuentes existen datos auténticos sobre mi señora la de***. ¡No que nones! Pues yo tengo que escribir esta leyenda, aunque no sea más que para probar que por pícara y taimada y bellaca que llegase a ser, con el tiempo y las aguas, la pobre niña a quien tan desastroso fin auguraba la abuela, y por mucho que más tarde se afanase en dar al diablo la carne para ofrecer a Dios los huesos, nunca, en los siglos de los siglos, se presentará mujer que exceda en crímenes a la dama de mi historia.
Basta de introito, ¡Al avío y picar puntos!
I
La señorita de*** era por los años de 1601 un fresco y codiciable pimpollo de diez y seis primaveras, tal como lo sueña un libertino para curarse de la dispepsia. El señor de***, su padre y la primera fortuna acaso de la tres veces coronada ciudad, cometió la tontuna de morirse dejando a su heredera doña Sebastiana bajo la tutela de D. Blas Medina, asturiano severo y con más penacho que el mismo D. Pelayo. Imagínese el lector si sería codiciable y capaz de despertar el apetito del hombre menos goloso una chica que amén de su juventud, buen coramvobis y riqueza, tenía la rara fortuna de no llevar suegro ni suegra al matrimonio.
Por aquel siglo la cuestión casorio no se llevaba tan al vapor como en los tiempos que alcanzamos. ¡Ya se ve! Aquél era un siglo de obscurantismo y no de progreso, como el actual, en que hoy mañana toma marido la mozuela que ayer noche jugaba a las muñecas. No faltan malditos de cocer que afirman que los matrimonios del día no son para la mujer más que un cambio de juguete, y por eso anda ello enredado como costura de beata o conciencia de escribano. Repito, pues, que en 1601 el matrimonio era un punto que calzaba muchos puntos; y el bueno del tutor, que barruntaba en doña Sebastiana comezones de responder quiero al primer ganapán que la dijese envido, resolvió no permitir tertulia de mozos en casita y guardar a la niña como tesoro en arca de avaro.
La educación de la mujer de calidad, por entonces, se reducía a leer lo bastante para imponerse de la vida del santo del día, escribir no muy de corrido lo suficiente para hacer el apunte del lavado, y tocar el arpa, con más o menos primor, lo preciso para lucir su habilidad en una misa de aguinaldo. Esto, un mucho de repetir de coro trisagios y novenas, un poco de condimentar dulces y ensaladas y un nada de trato de gentes, y pare usted de contar, fue la educación de la millonaria y bella damisela. ¡Téngame Dios de su mano y líbreme de culpar de ella al tutor! Culpemos al siglo, que buenos lomos tuvo su merced para soportar esa y todas las cargas que me venga en antojo echarle a cuestas.
La sociedad obligada de doña Sebastiana, aparte del maestro rascador de arpa, que era un viejo capaz por lo feo de dar un espanto al mismo miedo, se reducía a un rechoncho fraile seráfico, al tutor y a su hijo, muchacho seminarista de diez y ocho años y a quien su padre soñaba convertir en todo un canónigo de merced. El D. Carlitos, en presencia de su padre y comensales, adoptaba un airecito de unción y bobería que lo asimilaba a un ángel de retablo. Pero fíate de bobalicones, lector mío, y a puto el postre si no te dan un día cualquiera sarna que rascar.
Seis meses contaba ya doña Sebastiana en poder de su tutor. El mocito abandonaba el claustro del colegio todos los domingos para pasar el día en casa de su señor padre, y a punto de oraciones un negro lo acompañaba hasta entregarlo a los bedeles del seminario.
Pero estaba escrito, D. Carlos tenía más afición que a los infolios teológicos a estudiar en ese libro misterioso que se llama la mujer. El jesuita Sánchez, con su churrigueresco tratado De Matrimonio, exalta la curiosidad de los muchachos más que la serpiente que tentó a Eva. Quizá alguno de sus capítulos cayó en manos del seminarista, y he aquí cómo un mal librajo llevó a carrera de perdición a un joven, casto como el cándido José, y privó acaso a la iglesia de Lima de una de sus más espléndidas luminarias o lumbreras. Este preámbulo debe darte, lector, por informado de que magüer las precauciones de D. Blas para conservar ilesa la prenda que se le dio en depósito, al primer arrumaco que a quemarropa lanzó el fogoso muchacho sobre la inflamable doncella, no se hizo ella de pencas, y cada domingo la enamorada pareja aprovechaba de la hora en que el tutor, como buen hijo de la perezosa España, acostumbraba dormir la siesta, para darse un hartazgo de palabras almibaradas y demás cosas que sospecho deben darse entre amantes.
El hombre es fuego, la mujer estopa, y como una chispa basta para producir un incendio mayor que el cantado por Homero, viene el demonio de repente y... ¡sopla!
II
Así transcurrieron cinco años en los que, habiendo fallecido D. Blas Medina, entró la joven en el libre goce de su pingüe mayorazgo; y don Carlos colgó la sotana del seminarista, convencido de que Dios no lo llamaba camino de la Iglesia. D. Blas, que en sus mocedades había desempeñado un valioso corregimiento en el Cuzco y acrecido después su fortuna en el comercio, legó a su heredero un caudal nada despreciable.
Se hechó el mocito a campar por sus respetos, a frecuentar el mundo, del que la austeridad de su difunto padre lo había mantenido a distancia, y a triunfar en toda regla.
El amor que había sentido por Sebastianita se desvaneció. Era amor gastado, y el mozo necesitaba andar a caza de novedades. Olvidó la palabra empeñada de casarse y legitimar a los dos niños habidos de sus secretos amores, y cuando menos lo esperaba la pobre enamorada, recibió una carta en que D. Carlos la noticiaba que había contraído matrimonio in facie ecclesiæ con una hija del capitán de arcabuceros D. Santiago Pedrosa, llamada doña Dolores.
Imagínese el lector el efecto que produciría la esquela en el ánimo de la apasionada mujer. Durante algún tiempo anduvo su honra en lenguas de las comadres de Lima, que hacían de ella mangas y capirotes. Rugíase también que doña Sebastiana no tenía el juicio muy en sus cabales. A la postre, como toda mujer que ha amado frenéticamente a la criatura, se volvió al Creador, lo que en buen romance quiere decir que se tornó beata, y beata de correa, que es otro ítem más; beata de las que leían el librito publicado por un jesuita con el título de Alfalfa espiritual para los borregos de Jesucristo, en el cual se llamaba a la Hostia consagrada pan de perro (pan de pecador).
No obstante, siempre que en el templo o en la calle encontraba al perjuro amante tenían lugar escenas escandalosísimas. Doña Sebastiana no retrocedía en su empeño de volver a cautivar al rebelde, y éste se había empestillado en el tonto capricho de dar al mundo un ejemplo de fidelidad conyugal.
Y así pasaron tres años, hasta que la infeliz se convenció de que nada tenía que esperar del amor de D. Carlos, y entonces resolvió cambiar de táctica y consagrarse a la venganza.
III
Era un día lunes, y al salir D. Carlos de la misa de San Agustín se encontró con su sombra o pesadilla encarnada en Sebastiana.
—Hacedme la merced, Sr. D. Carlos, de escuchar unas pocas palabras que por última vez os quiero decir.
—Estoy a vuestras órdenes, señora mía, siempre que no insistáis en ponerme un afecto que hoy sería un crimen — le contestó el joven.
—Pláceme veros tan leal esposo. Sabéis que observo una vida religiosa y severa, y por ende desechad la aprensión de que os diga nada que recuerde nuestros extravíos.
—Hablad, señora.
—Tengo un hijo bastante rico, como sabéis. En Lima y bajo mi amparo no es posible que adquiera la educación que merece. Mañana zarpa el galeón del Callao para España, y en él marchará el niño a Madrid, donde será asistido por sus parientes. Os ruego que vos, su padre, le echéis la bendición para que alcance próspero viaje.
—Vuestra demanda es justa, señora, y os ofrezco que luego pasaré por vuestra casa.
Mediodía era por filo cuando D. Carlos abrazaba a sus dos hijos en el salón de Sebastiana. Su corazón de padre rebosaba de amor por ellos, y sus caricias y consejos al niño próximo a partir para Europa no tenían límite. La hija, a una indicación de doña Sebastiana, ofreció a su enternecido padre unos bizcochos y una copa de vino de Alicante. D. Carlos comió y bebió con los niños, no sin que la madre les hiciese también la razón, y de pronto su cuerpo se desplomó sobre el canapé.
El infeliz había bebido un narcótico.
IV
Dos horas más tarde una calesa se detenía en el patio de una hacienda próxima a la ciudad.
De ella salieron doña Sebastiana y sus dos niños. El calesero, ayudado de otro esclavo, condujo a D. Carlos exánime al lecho que en una de las habitaciones le tenía preparado la vengativa dama.
Ésta, a solas con su víctima, le ató fuertemente los brazos y los pies, y esperó a que saliese de su fatal letargo.
La impresión de D. Carlos, al volver en sí, no alcanza a pintarla nuestra pluma. Cedemos aquí la palabra al cronista:
Sebastiana, después de llenar a D. Carlos de improperios, le dijo que se preparara para morir en satisfacción de sus perfidias. Llamó en seguida a su hijo, y colocándolo a la vista de su padre, le dijo: «Te quise cuando tu padre fue mi amante. Él me abandonó, burlando mi inocencia, y es esposo de otra mujer, que por él no ha hecho como yo el sacrificio de su honra. Tan vil proceder es el origen del odio que ahora te tengo, en fuerza del que quiero que mueras en presencia de este infame, de quien rechazo conservar prendas que le pertenezcan». Entonces hirió furiosamente al niño, le cortó la cabeza y la arrojó sobre D. Carlos. En seguida llamó a la hija, y con la misma relación y de igual manera la dio muerte. Luego, prodigándole las más atroces injurias, principió a cortr miembro por miembro del cuerpo de D. Carlos, hasta que le vio expirar. Concluida tan horrible carnicería, enterró por la noche, en unión del calesero, los tres cadáveres, y regresó tranquilamente a Lima.
El alboroto que originó en la ciudad la desaparición de un sujeto tan bienquisto como lo estaba D. Carlos y las diligencias de la familia de su esposa obligaron al virrey a ofrecer por bando dos mil pesos al que diese noticia de Medina, y este aliciente impelió al calesero a revelar el crimen. Grande fue la indignación pública. La delincuente confesó sus delitos en el tormento, y fue sentenciada por la Real Audiencia, a la pena de horca y que le cortasen después las manos, colocándolas en una pica a extramuros de la ciudad, en dirección a la hacienda donde cometió tan horribles crímenes.
En las cuarenta y ocho horas que permaneció en capilla, no se le notó a tan feroz mujer la menor aflicción. Con gran serenidad decía: «Después de satisfecha mi venganza, aguardo sin temor la muerte».
V
La señora de*** fue la primera mujer ahorcada en la plaza mayor de Lima.
El Cristo de la Agonía (Ricardo Palma)
Tradición peruana escrita por Don Ricardo Palma en 1867. Miguel Santiago era un gran pintor ecuatoriano de carácter violento. Por su genio tuvo que esconderse en una capilla y cuando salió se apasionó en pintar el Cristo de la Agonía. Cómo lograr pintar el sufrimiento de Jesucristo en la Cruz. Lo que hizo Miguel Santiago es de lo más demencial que se puede hacer. Y a propósito, qué es del famoso cuadro. |
I
San Francisco de Quito, fundada en agosto de 1534 sobre las ruinas de la antigua capital de los Scyris, posee hoy una población de 70.000 habitantes y se halla situada en la falda oriental del Pichincha o monte que hierve.
El Pichincha descubre a las investigadoras miradas del viajero dos grandes cráteres, que sin duda son resultado de sus vanas erupciones. Presenta tres picachos o respiraderos notables, conocidos con los nombres del Rucu-Pichincha o Pichincha Viejo, el Guagua-Pichincha o Pichincha Niño, y el Cundor-Guachana o Nido de Cóndores. Después del Sangay, el volcán más activo del mundo y que se encuentra en la misma patria de los Scyris, a inmediaciones de Riobamba, es indudable que el Rucu-Pichincha es el volcán más temible de América. La historia nos ha transmitido sólo la noticia de sus erupciones en 1534, 1539, 1577, 1588, 1660 y 1662. Casi dos siglos habían transcurrido sin que sus torrentes de lava y rudos estremecimientos esparciesen el luto y la desolación, y no faltaron geólogos que creyesen que era ya un volcán sin vida. Pero el 22 de marzo de 1859 vino a desmentir a los sacerdotes de la ciencia.
La pintoresca Quito quedó entonces casi destruida. Sin embargo, como el cráter principal del Pichincha se encuentra al Occidente, su lava es lanzada en dirección de los desiertos de Esmeraldas, circunstancia salvadora para la ciudad que sólo ha sido víctima de los sacudimientos del gigante que le sirve de atalaya. De desear sería, no obstante, para el mayor reposo de su moradores, que se examinase hasta qué punto es fundada la opinión del barón de Humboldt, quien afirma que el espacio de seis mil trescientas millas cuadradas alrededor de Quito encierra las materias inflamables de un solo volcán.
Para los hijos de la América republicana, el Pichincha simboliza una de las más bellas páginas de la gran epopeya de la revolución. A las faldas del volcán tuvo lugar el 24 de mayo de 1822 la sangrienta batalla que afianzó para siempre la independencia de Colombia.
¡Bendita seas, patria de valientes, y que el genio del porvenir te reserve horas más felices que las que forman tu presente!
A orillas del pintoresco Guayas me has brindado hospitalario asilo en los días de la proscripción y del infortunio. Cumple a la gratitud del peregrino no olvidar nunca la fuente que apagó su sed, la palmera que le brindó frescor y sombra, y el dulce oasis donde vio abrirse un horizonte a su esperanza.
Por eso vuelvo a tomar mi pluma de cronista para sacar del polvo del olvido una de tus más bellas tradiciones, el recuerdo de uno de tus hombres más ilustres, la historia del que con las inspiradas revelaciones de su pincel alcanzó los laureles del genio, como Olmedo con su homérico canto la inmortal corona del poeta.
II
Ya lo he dicho. Voy a hablaros de un pintor: Miguel de Santiago.
El arte de la pintura, que en los tiempos coloniales ilustraron Antonio Salas, Gorívar, Morales y Rodríguez, está encarnado en los magníficos cuadros de nuestro protagonista, a quien debe considerarse como el verdadero maestro de la escuela quiteña. Como las creaciones de Rembrandt y de la escuela flamenca se distinguen por la especialidad de las sombras, por cierto misterioso claroscuro y por la feliz disposición de los grupos, así la escuela quiteña se hace notar por la viveza del colorido y la naturalidad. No busquéis en ella los refinamientos del arte, no pretendáis encontrar gran corrección en las líneas de sus Madonnas; pero si amáis lo poético como el cielo azul de nuestros valles, lo melancólicamente vago como el yaraví que nuestros indios cantan acompañados de las sentimentales armonías de la quena, contemplad en nuestros días las obras de Rafael Salas, Cadenas o Carrillo.
El templo de la Merced, en Lima, ostenta hoy con orgullo un cuadro de Anselmo Yáñez.
No se halla en sus detalles el estilo quiteño en toda su extensión; pero el conjunto revela bien que el artista fue arrastrado en mucho por el sentimiento nacional.
El pueblo quiteño tiene el sentimiento del arte. Un hecho bastará para probarlo. El convento de San Agustín adorna sus claustros con catorce cuadros de Miguel de Santiago, entre los que sobresale uno de grandes dimensiones, titulado La genealogía del santo Obispo de Hipona. Una mañana, en 1857, fue robado un pedazo del cuadro que contenía un hermoso grupo. La ciudad se puso en alarma y el pueblo todo se constituyó en pesquisidor. El cuadro fue restaurado. El ladrón había sido un extranjero comerciante en pinturas.
Pero ya que, por incidencia, hemos hablado de los catorce cuadros de Santiago que se conservan en San Agustín, cuadros que se distinguen por la propiedad del colorido y la majestad de la concepción, esencialmente el del Bautismo, daremos a conocer al lector la causa que los produjo y que, como la mayor parte de los datos biográficos que apuntamos sobre este gran artista, la hemos adquirido de un notable artículo que escribió el poeta ecuatoriano don Juan León Mera.
Un oidor español encomendó a Santiago que le hiciera su retrato. Concluido ya, partió el artista para un pueblo llamado Guápulo, dejando el retrato al sol para que se secara, y encomendando el cuidado de él a su esposa. La infeliz no supo impedir que el retrato se ensuciase, y llamó al famoso pintor Gorívar, discípulo y sobrino de Miguel, para que reparase el daño. De regreso Santiago, descubrió en la articulación de un dedo que otro pincel había pasado sobre el suyo. Le confesaron la verdad.
Nuestro artista era de un geniazo más atufado que el mar cuando le duele la barriga y le entran retortijones. Se encolerizó con lo que creía una profanación, dio de cintarazos a Gorívar y rebanó una oreja a su pobre consorte. Acudió el oidor y lo reconvino por su violencia. Santiago, sin respeto a las campanillas del personaje, le arremetió también a estocadas. El oidor huyó y entabló acusación contra aquel furioso. Este tomó asilo en la celda de un fraile; y durante los catorce meses que duró su escondite pintó los catorce cuadros que embellecen los claustros agustinos. Entre ellos merece especial mención, por el diestro manejo de las tintas, el titulado Milagro del peso de las ceras. Se afirma que una de las figuras que en él se hallan es el retrato del mismo Miguel de Santiago.
III
Cuando Miguel de Santiago volvió a aspirar el aire libre de la ciudad natal, su espíritu era ya presa del ascetismo de su siglo. Una idea abrasaba su cerebro: trasladar al lienzo la suprema agonía de Cristo.Muchas veces se puso a la obra; pero, descontento de la ejecución, arrojaba la paleta y rompía el lienzo. Mas no por esto desmayaba en su idea.
La fiebre de la inspiración lo devoraba; y sin embargo, su pincel era rebelde para obedecer a tan poderosa inteligencia y a tan decidida voluntad. Pero el genio encuentra el medio de salir triunfador.
Entre los discípulos que frecuentaban el taller se hallaba un joven de bellísima figura. Miguel creyó ver en él el modelo que necesitaba para llevar a cumplida realización su pensamiento.
Lo hizo desnudar, y lo colocó en una cruz de madera. La actitud nada tenía de agradable ni de cómoda. Sin embargo, en el rostro del joven se dibujaba una ligera sonrisa.
Pero el artista no buscaba la expresión de la complacencia o del indiferentismo, sino la de la angustia y el dolor.
—¿Sufres?-preguntaba con frecuencia a su discípulo.
—No, maestro -contestaba el joven, sonriendo tranquilamente.
De repente Miguel de Santiago, con los ojos fuera de sus órbitas, erizado el cabello y lanzando una horrible imprecación, atravesó con una lanza el costado del mancebo.
Éste arrojó un gemido y empezaron a reflejarse en su rostro las convulsiones de la agonía.
Y Miguel de Santiago, en el delirio de la inspiración, con la locura fanática del arte, copiaba la mortal congoja; y su pincel, rápido como el pensamiento, volaba por el terso lienzo.
El moribundo se agitaba, clamaba y retorcía en la cruz; y Santiago, al copiar cada una de sus convulsiones, exclamaba con creciente entusiasmo:
—¡Bien! ¡Bien, maestro Miguel! ¡Bien, muy bien, maestro Miguel!
Por fin el gran artista desata a la víctima; la ve ensangrentada y exánime; pásase la mano por la frente como para evocar sus recuerdos, y como quien despierta de un sueño fatigoso, mide toda la enormidad de su crimen y, espantado de sí mismo, arroja la paleta y los pinceles, y huye precipitadamente del taller.
¡El arte lo había arrastrado al crimen!
Pero su Cristo de la Agonía estaba terminado.
IV
Éste fue el último cuadro de Miguel de Santiago. Su sobresaliente mérito sirvió de defensa al artista, quien después de largo juicio obtuvo sentencia absolutoria.
El cuadro fue llevado a España. ¿Existe aún, o se habrá perdido por la notable incuria peninsular? Lo ignoramos.
Miguel de Santiago, atacado desde el día de su crimen artístico de frecuentes alucinaciones cerebrales, falleció en noviembre de 1673, y su sepulcro está al pie del altar de San Miguel en la capilla del Sagrario.
D. Dimas de la Tijereta (Ricardo Palma)
CUENTO DE VIEJAS QUE TRATA DE CÓMO UN ESCRIBANO LE GANÓ UN PLEITO AL DIBLO
Esta tradición peruana fue escrita por Don Ricardo Palma en 1864. Trata de un escribano que, por conquistar el amor de una mujer, apostó con el diablo y le ganó. Aquí, Don Ricardo Palma usa muchos coloquialismos, pero son fáciles de deducir. Comente o pregunte sobre los coloquialismos de ésta obra. |
I
Allá por los primeros años del pasado siglo existía, en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes del Perú, un escribano, cuyos anteojos cabalgaban sobre su nariz ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero de cuerno, calzoncillos de paño azul a media pierna, jubón de tiritaña y capa española de color, si alguna vez tuvo color, y que le había llegado por legítima herencia pasando de padres a hijos durante tres generaciones.
El pueblo le conocía por tocayo del buen ladrón a quien Don Jesucristo dio pasaporte para entrar en la gloria; pues se nombraba D. Dimas de la Tijereta, escribano de número de la Real Audiencia y hombre que, a fuerza de dar fe, se había quedado sin pizca de fe, porque en el oficio gastó en breve la poca que trajo al mundo.
Se decía que él tenía más trastienda que un bodegón, más camándulas que el rosario de Jerusalén que cargaba al cuello, y más doblas de a ocho, fruto de sus triquiñuelas, embustes y cambios fraudulentos, que las que cabían en un galeón. Acaso fue por él por quien dijo un soldado-versista lo de:
«Un escribano y un gato en un pozo se cayeron, como los dos tenían uñas por la pared se subieron». |
Fama es que, del escribano, se habían apoderado los tres enemigos del alma, que la suya estaba tal de zurcidos y remiendos que no la reconociera su Divina Majestad, con ser quien es y con haberla creado. Y tengo para mis adentros que si al Ser Supremo, se le hubiera venido en antojo, llamarla a juicio, habría exclamado con sorpresa: «Dimas, ¿qué has hecho del alma que te di?».
Ello es que el escribano, a fuerza de picardías era la flor y nata de la gente del oficio, y si el malo no tenía por donde desecharlo, tampoco el ángel de la guarda hallaría asidero a su espíritu para transportarlo al cielo cuando le llegara el lance de las postrimerías.
Cuentan de su merced que siendo mayordomo del gremio, en una fiesta costeada por los escribanos, a la mitad del sermón acertó a caer un gato desde la cornisa del templo, lo que perturbó al predicador y arremolinó al auditorio. Pero D. Dimas restableció al punto la tranquilidad, gritando: «No hay motivo para barullo, caballeros. Adviertan que el que ha caído es un cofrade de esta ilustre congregación, que ciertamente ha delinquido en venir un poco tarde a la fiesta. Siga ahora su reverencia con el sermón».
Todos los gremios tienen por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión; pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, pues si lo fue o no lo fue San Aproniano está todavía por resolver. Los pobrecitos no tienen en el cielo camarada que por ellos interceda.
Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, o déme longevidad de elefante con salud de enfermo, si en el retrato, así físico como moral, de Tijereta, he tenido voluntad de molestar la paciencia a miembro viviente de la respetable cofradía del ante mí y el certifico. Y hago esta salvedad digna de un lego confiado, no tanto por descargo de mis culpas, que no son pocas, y de mi conciencia de narrador, que no son importantes, cuanto porque esa es gente de mucha fortaleza con la que ni camino ni me juego, ni le debo ni le cobro. Y basta de dibujos y requilorios, y andar andando, y que siga la fiesta, que si Dios es servido, y el tiempo y las aguas me favorecen, y esta conseja cae en gracia, cuentos he de encajar en abundancia y sin más intervención de escribano. Ande la rueda y golpe con ella.
II
No sé quién sostuvo que las mujeres eran la perdición del género humano, en lo cual, mía es la cuenta si no dijo un despropósito como el puño. Siglos y siglos hace que a la pobre Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán, que era a la postre un pobrete educado muy a la ligera, devolver el recurso por improcedente; y eso que, en Dios y en mi ánima, declaro que la golosina era tentadora para quien siente rebullirse una alma en su cuerpo. ¡Bonita disculpa la de su merced el padre Adán! En nuestros días la disculpa no lo salvaba de ir a presidio, aunque, para prisión basta y sobra con la vida trabajosa y aporreada que algunos arrastramos en este valle de lágrimas y pellejerías. Aceptemos también los hombres nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no hagamos cargar con todo el asunto al bello sexo.
¡Arriba, piernas, arriba, zancas! En este mundo todas son trampas. |
No faltará quien piense que esta digresión no viene a cuento. ¡Pero vaya si viene! Como que me sirve nada menos que para informar al lector de que Tijereta dio a la vejez, época en que hombres y mujeres huelen, no a pachulí, sino a cera de bien morir, en la peor tontería en que puede dar un viejo. Se enamoró hasta la coronilla de Visitación, gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un donaire y un aquel capaces de tentar al mismísimo general de los padres belemnitas, una cintura pulida y graciosa de esas de mírame y no me toques, labios colorados como guindas, dientes como almendrucos, ojos como dos luceros y más matadores que espada y basto. ¡Cuando yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!
Sin embargo, el escribano era un abejorro recatado de bolsillo y tan pegado al oro de su arca como un ministro a la siesta, y que cuando podía dar no daba ni las buenas noches, se propuso domeñar a la chica a fuerza de agasajos; y le enviaba unas arracadas de diamantes con perlas como garbanzos, ora trajes de rico terciopelo de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras más derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que la moza hiciese con él una obra de caridad, y esta resistencia lo traía al retortero.
Visitación vivía en amor y compaña con una tía, vieja como el pecado de gula, a quien años más tarde encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear las calles en bestia de albarda, con chilladores delante y zurradores detrás. La maldita zurcidora de voluntades no creía, como Sancho, que era mejor sobrina mal casada que bien abarraganada; y adoctrinando pícaramente con sus tercerías a la muchacha, resultó un día que el pernil dejó de estarse en el garabato por culpa y travesura de un pícaro gato. Desde entonces si la tía fue el anzuelo, la sobrina, mujer completa ya según las ordenanzas de birlibirloque, se convirtió en cebo para pescar maravedíes a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos de esta tierra.
El escribano llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de notificarla con un saludo, pasaba a exponerle el alegato de bien probado de su amor. Ella le oía cortándose las uñas, recordando a algún boquirrubio que la echó flores y piropos al salir de la misa de la parroquia, diciendo para su sayo: «Babazorro, arrópate que sudas, y límpiate que estás de huevo», o canturriando:
«No pierdas en mí balas, carabinero, porque yo soy paloma de mucho vuelo. Si quieres que te quiera me has de dar antes aretes y sortijas, blondas y guantes». |
Y así atendía a los requiebros y carantoña de Tijereta, como la piedra berroqueña a los chirridos del cristal que en ella se rompe. Y así pasaron meses hasta seis, aceptando Visitación los alboroques, pero sin darse a partido ni revelar intención de cubrir la libranza, porque la muy taimada conocía a fondo la influencia de sus hechizos sobre el corazón del escribano.
Pero ya la encontraremos caminito de Santiago, donde tanto resbala la coja como la sana.
III
Una noche en que Tijereta quiso levantar el gallo a Visitación, o, lo que es lo mismo, meterse a bravo, le ordenó ella que pusiese pies en pared, porque estaba cansada de tener ante los ojos la estampa de la herejía, que a ella y no a otra se asemejaba D. Dimas. Mal pergeñado salió éste, y lo negro de su desventura no era para menos, de casa de la muchacha; y andando, andando, y perdido en sus cavilaciones, se encontró, a obra de las doce, al pie del cerrito de las Ramas. Un vientecillo retozón, de esos que andan preñados de romadizos, refrescó un poco su cabeza, y exclamó:
—Para mi santiguada que es trajín el que llevo con esa fregona que la da de honesta y marisabidilla, cuando yo me sé de ella milagros de más calibre que los que reza el Flos-Sanctorum. ¡Venga un diablo cualquiera y llévese mi almilla en cambio del amor de esa caprichosa criatura!
Satanás, que desde los antros más profundos del infierno había escuchado las palabras del plumario, tocó la campanilla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Por si mis lectores no conocen a este personaje, han de saberse que los demonógrafos, que andan a vueltas y tornas con las Clavículas de Salomón, libros que leen al resplandor de un carbunclo, afirman que Lilit, diablo de bonita estampa, muy zalamero y decidor, es el correvedile de Su Majestad Infernal.
—Ve, Lilit, al cerro de las Ramas y extiende un contrato con un hombre que allí encontrarás, y que abriga tanto desprecio por su alma que la llama almilla. Concédele cuanto te pida y no te andes con regateos, que ya sabes que no soy tacaño tratándose de una presa.
Yo, pobre y mal traído narrador de cuentos, no he podido alcanzar pormenores acerca de la entrevista entre Lilit y D. Dimas, porque no hubo taquígrafo a mano que se encargase de copiarla sin perder punto ni coma. ¡Y es lástima, por mi fe! Pero baste saber que Lilit, al regresar al infierno, le entregó a Satanás un pergamino que, fórmula más o menos, decía lo siguiente:
«Conste que yo, don Dimas de la Tijereta, cedo mi almilla al rey de los abismos en cambio del amor y posesión de una mujer. Ítem, me obligo a satisfacer la deuda de la fecha en tres años». Y aquí seguían las firmas de las altas partes contratantes y el sello del demonio.
Al entrar el escribano en su tugurio, salió a abrirle la puerta nada menos que Visitación, la desdeñosa y remilgada Visitación, que ebria de amor se arrojó en los brazos de Tijereta. Cual es la campana, tal la badajada.
Lilit había encendido en el corazón de la pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos la desvergonzada lubricidad de Mesalina. Doblemos esta hoja, que de suyo es peligroso extenderse en pormenores que pueden tentar al prójimo labrando su condenación eterna, sin que le valgan la bula de Meco ni las de composición.
IV
Como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, pasaron, día por día, tres años como tres berenjenas, y llegó el día en que Tijereta tuviese que hacer honor a su firma. Arrastrado por una fuerza superior y sin darse cuenta de ello, se encontró en un verbo transportado al cerro de las Ramas, que hasta en eso fue el diablo puntilloso y quiso ser pagado en el mismo sitio y hora en que se extendió el contrato.
Al encararse con Lilit, el escribano empezó a desnudarse con mucha flema, pero el diablo le dijo:
—No se tome vuesa merced ese trabajo, que maldito el peso que aumentará a la carga la tela del traje. Yo tengo fuerzas para llevarme a usarced vestido y calzado.
—Pues sin desnudarme, no caigo en el cómo sea posible pagar mi deuda.
—Haga usarced lo que le plazca, ya que todavía le queda un minuto de libertad.
El escribano siguió en la operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y pasándola a Lilit le dijo:
—Deuda pagada y venga mi documento.
Lilit se echó a reír con todas las ganas de que es capaz un diablo alegre y truhán.
—Y ¿qué quiere usarced que haga con esta prenda?
—¡Toma! Esa prenda se llama almilla, y eso es lo que yo he vendido y a lo que estoy obligado. Carta canta. Repase usarced, señor diabolín, el contrato, y si tiene conciencia se dará por bien pagado. ¡Como que esa almilla me costó una onza, como un ojo de buey, en la tienda de Pacheco!
—Yo no entiendo de tracamundanas, señor D. Dimas. Véngase conmigo y guarde sus palabras en el pecho para cuando esté delante de mi amo.
Y en esto expiró el minuto, y Lilit se echó al hombro a Tijereta, colándose con él de rondón en el infierno. Por el camino gritaba a voz en cuello el escribano que había festinación en el procedimiento de Lilit, que todo lo fecho y actuado era nulo y contra ley, y amenazaba al diablo alguacil con que si encontraba gente de justicia en el otro barrio le entablaría pleito, y por lo menos lo haría condenar en costas. Lilit ponía orejas de mercader a las voces de D. Dimas, y trataba ya, por vía de amonestación, de zambullirlo en un caldero de plomo hirviendo, cuando alborotado el Cocyto y apercibido Satanás del laberinto y causas que lo motivaban, convino en que se pusiese la cosa en tela de juicio. ¡Para ceñirse a la ley y huir de lo que huele a arbitrariedad y despotismo, el demonio!
Afortunadamente para Tijereta no se había introducido por entonces en el infierno el uso de papel sellado, que acá sobre la tierra hace interminable un proceso, y en breve rato vio fallada su causa en primera y segunda instancia. Sin citar las Pandectas ni el Fuero Juzgo, y con sólo la autoridad del Diccionario de la lengua, probó el tunante su buen derecho; y los jueces, que en vida fueron probablemente literatos y académicos, ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit lo guiase por los vericuetos infernales hasta dejarlo sano y salvo en la puerta de su casa. La sentencia se cumplió al pie de la letra, en lo que dio Satanás una prueba de que las leyes en el infierno no son, como en el mundo, conculcadas por el que manda y buenas sólo para escritas. Pero destruido el diabólico hechizo, se encontró D. Dimas con que Visitación lo había abandonado corriendo a encerrarse en un beaterío, siguiendo la añeja máxima de dar a Dios el hueso después de haber regalado la carne al demonio.
Satanás, por no perderlo todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los escribanos no usan almilla. Por eso cualquier constipadito vergonzante produce en ellos una pulmonía de capa de coro y gorra de cuartel o una tisis tuberculosa de padre y muy señor mío.
V
Y por más que fui y vine, sin dejar la ida por la venida, no he podido saber a punto fijo si, andando el tiempo, murió D. Dimas de buena o de mala muerte. Pero lo que sí es cosa averiguada es que lió los bártulos, pues no era justo que quedase sobre la tierra para semilla de pícaros. Tal es, ¡oh lector carísimo!, mi creencia.
Pero un mi compadre me ha dicho, en puridad de compadres, que muerto Tijereta quiso su alma, que tenía más arrugas y dobleces que abanico de coqueta, beber agua en uno de los calderos de Pero Botero, y el conserje del infierno le gritó: «¡Largo de ahí! No admitimos ya escribanos».
Esto hacía barruntar al susodicho mi compadre que con el alma del escribano sucedió lo mismo que con la de Judas Iscariote; lo cual, pues viene a cuento y la ocasión es calva, he de apuntar aquí someramente y a guisa de conclusión.
Refieren añejas crónicas que el apóstol que vendió a Cristo echó, después de su delito, cuentas consigo mismo, y vio que el mejor modo de saldarlas era arrojar las treinta monedas y hacer zapatetas, convertido en racimo de árbol.
Realizó su suicidio, sin escribir antes, como hogaño se estila, epístola de despedida, donde por más empeños que hizo se negaron a darle posada.
Otro tanto le sucedió en el infierno, y desesperada y tiritando de frío regresó al mundo buscando dónde albergarse.
Acertó a pasar por casualidad un usurero, de cuyo cuerpo hacía tiempo que había emigrado el alma cansada de soportar picardías, y la de Judas dijo: «Aquí que no peco», y se aposentó en la humanidad del avaro. Desde entonces se dice que los usureros tienen alma de Judas.
Y con esto, lector amigo, y con que cada cuatro años uno es bisiesto, pongo punto redondo al cuento, deseando que así tengas la salud como yo tuve empeño en darte un rato de solaz y divertimiento.